Cuando tenía unos 10 años de edad, a veces, mi abuelo paterno Jesús gran aficionado a los toros de lidia, me llevaba a ver una corrida en la Plaza Monumental de Barcelona. Tras un silencio sepulcral sonaban los agudos cornetines de la banda de música con el beneplácito de las autoridades presidenciales. De repente la enorme potencia y energía de casi media tonelada de músculos desatados del bello animal aparecía por la puerta de toriles para enfrentarse a su destino. Su presencia era aterradora. Daba gracias por estar a salvo en las gradas y esperaba que esa fuerza de la naturaleza no fuera capaz de saltar las barreras de madera que nos protegían. El minotauro (así lo veía yo) buscaba con la mirada desafiante quién era el héroe que lo enfrentaría. Criado en libertad en dehesas y mimado desde que fuera elegido para el combate por el mayoral, sin conocer al hombre, este animal parecía saberse heredero de una larga dinastía que se remonta a la antigua Creta. La fuerza y nobleza son sus señas. Fuerza para el combate y nobleza para ajustarse instintivamente a la danza que le propusiera el torero. Desde el momento que el animal pisaba el albero del ruedo empezaba la ceremonia conocida como corrida. El toro debía sangrar, no por motivos sádicos si no para que su bravura innata fuera disminuida y la nobleza de esta raza única aflorara en sus más bellos matices. Cuando esto ocurría, se ponía de manifiesto su verdadera naturaleza que podía resultar o en decepcionante cobardía y taimada traición o en deliciosa nobleza de incansable afán de lucha. Si esta circunstancia última ocurría, empezaba una de las más bellas danzas. Belleza armónica en rígidas normas estéticas por parte del torero que tan solo armado con un trozo de tela enfrentaba la energía desatada del animal. Verónicas, pasos de pecho, chicuelinas, caliserina, suertes con el capote que el matador debía ejecutar de la forma más bella y académica para invitar al enorme y potente animal a danzar con él. Cuando la comunión entre toro y torero era perfecta y empezaba a manifestarse la magia, la banda de música ejecutaba compases de pasodoble. La ceremonia de la fiesta alcanzaba en ese momento su más alta expresión: música y danza ancestral entre la naturaleza humana y la animal. Una danza mortal en que el astado tenía su oportunidad de victoria. Muchos han sido los diestros derrotados, heridos e incluso muertos. Algunos toros han sido indultados y vueltos a toriles para seguir su vida como semental después de haber demostrado en el ruedo su excelente naturaleza.
Esta ceremonia llena de color, música, fuerza y armonía es considerada por muchos como bárbara. Sostienen que el toro bravo no tiene ninguna oportunidad y que es como mínimo ejecutado. Es posible que tengan algo de razón pero, quien haya asistido a una corrida en vivo alguna vez, es seguro que no piensa en ningún momento que el toro está indefenso y que no se necesita una dosis considerable de valor para pisar la arena y afrontar las embestidas del animal con solo un trapo de por medio. Sin considerar el hecho de que si la fiesta desaparece, también desaparecerá esta raza de toros bravos. Porque los toros de lidia no se reproducen espontáneamente en la naturaleza, si no que son criados específicamente en las dehesas. Así que en el pecado está la penitencia. Los que quieren salvar a los toros bravos de lidia de tal «crueldad» los condenan a su irremediable desaparición.
Como sea, el interés y motivo para realizar esta obra fue meramente estético.
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Ficha técnica |
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Título: «Oooolé nº1» (Serie Variaciones) |
Técnica: Acrílico sobre papel |
Tamaño: Mancha: 40 x 40 cm. Papel: 50 x 50 cm. |
Fecha de realización: Septiembre del 2018 |